Si entro al
baño y el dictamen protocolar indica que es necesario, suelo jamás dejarlo sin
usar el Air Wick que, tan convenientemente, ha sido dejado ahí por seres
bondadosos quienes, quizás, se han visto apurados por expeler su olor antes o
después de quien habite, momentánea o temporalmente, el aposento. No es el caso
mío, creo yo. Novias de antaño han halagado mi gusto por el buen aroma, y mi
propia y admitida preocupación por tales asuntos me ha merecido el implícito
honor de pasearme por la vida siendo un bienoliente Como me suele ocurrir, las
susodichas estaban locas de remate. Hoy ya no tanto. O quizás sí y bastante.
Aún lo evalúo. En fin. Si agacho bien la cabeza y concentro mi atención, Air
Wick me entrega, gratis, con el sonido de sus miles y olorosas partículas reventando en el suelo de baldosa y la taza de porcelana, el vivo recuerdo de
las olas de un mar que huele a naranjas, un mar de limones, playas de piña,
sandalias de sandía, bebidas de mango y, coincidentemente, esa fragancia de
brisa del mar que tanto me recuerda a lo que sea, quizás los monstruos que
moran su profundidad, pero no al mar.
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