miércoles, 9 de octubre de 2013

II

No poseo el recuerdo exacto de lo que pensaba mientras, como en tantas otras ocasiones, planeaba brevemente por sobre ese automóvil, en dirección al suelo. Doblando una esquina acompañado de su padre, su hermano, su tío, nunca me importó, un chicuelo de dos años lo vio todo. El golpe. El vuelo rasante. Mi caída y su consecuente arrastre. Pero fue la estancia inmóvil de mi cuerpo enorme, echado en la calle como en una siesta tranquila, lo que debió propulsar su grito desesperado, su cara de terror, y el consecuente trauma con el que vivirá el resto de sus días. Nunca se subirá a una bicicleta. Ojalá que sí. Pero no.

Saliendo raudo de esa inconsciencia bien consciente, levantéme, recibí ayuda, me enojé, peleé y robé dinero. No sentía culpa. Es mi derecho enfurecer, a este tipo le voy a cobrar por el resto de las cercanías con el final de mis días. No sabe español. Mejor para mí será el resultado. Estas eran las cosas que corrían por mi mente intoxicada de un odio al mundo que se me hacía irracional con el paso de los minutos. Los llantos del chicuelo, que me dejaron más herido que mis propias heridas, se habían apagado ya en la distancia relativa de la otra esquina. Apareció una amiga en la casualidad. Me aproblemé. Ahí, a la vista de todo el mundo, no quería ser visto por nadie. Su compañía, gratísima, el breve paseo a la comisaría más cercana, horripilante, el dolor de los huesos y las historias repetidas y juicios que veía venir para mañana y otros días de esos en que se cuentan las anécdotas serias con sonrisas nerviosas se mezclaron en la siguiente conclusión: necesitaba estar solo.
Hacía un día había comenzado a leer Siddharta. Me sentía, y aún me siento, atrapado por la solemnidad y sabiduría de esas palabras escritas y descritas con alma abierta. Y pensaba en el espíritu, en la necesidad de meditar, en Govinda y en encontrar la paz que anhelaba e hiciera que aquella maldición que colgaba cual péndulo de reloj eterno entre mi bicicleta, mi cabeza, mis rodillas, mis brazos y el asfalto cesara de una puta vez. Todo esto mientras caminaba con una bicicleta rota al hombro, una rueda en la mano, y sangre en mi brazo, entre niños que se veían sorprendidos de este pollo herido, que quiso ser valiente, que quiso ser osado, y al cual no le resultó, y ahora sangraba con cara de desolación, maldiciendo, de momento, su suerte, su nueva casi muerte.

Camino al bus para volver a casa y descansar de todo aquel esfuerzo por mantenerme grácil, dócil y vivo, se me acerca una chica grácil y dócil, con un folleto en la mano. Sonríe como si ella misma engañara a la muerte. El folleto vende cupos en el cementerio. Quítate de mi camino, le digo sin hablar, y me convenzo de que la muerte, una vez más, se ríe de mí.

El paso de los minutos, de las horas y del día me convenció de otras cosas, contrarias todas a lo que pensaba tras el infortunado accidente. Mi amigo fiel, maestro en bicicletas, debió sentirse, en su burla poco sutil, a lo menos un poco triste de que este tipo de asuntos, el ser propenso a la caída, se hiciera algo tan habitual en mí. La Herida está en sus manos hoy, mañana quizás también.
Otra chica, nerviosa, me quiere destruir. Que me cuide, dice. Yo quiero acostarme, descansar, dormir. Me busca. Me encuentra. Me destruye un poco y me vuelve a construir a base de un amor verdadero, desconocido y sacro para mí. Me lleva a su casa, yo en transporte público, herido, absorto en Siddharta. Ella, por otros medios. Entramos. Comemos, y hallo en mí y en ella las ganas, el deseo y la fuerza de hacer un amor furioso, que contenía el odio contra el mundo y su caos azaroso, y la maravillosidad de un encuentro eterno y sagrado. Dormimos y soñamos juntos, cada uno de sus asuntos. De asuntos mutuos hablamos el resto de la tarde, bonita. Hay fotos de esos momentos, que enmarcaré en bordes de madera, pues en esos ojos cómplices en su anonimato se esconden un amor, comprensión y brillo más grandes que el mismo sol que me abrazó por un momento mientras yacía en el suelo, con un grito de fondo.
Pensé entonces, y sigo haciéndolo, que escogeré creer que si bien la muerte se rió hoy de mí, al final del día, y de todos esos días en que se ha reído de mí, soy yo quien a esta hora se ríe de ella. Yo encontré mi paz, y habré de continuar mis caminos mágicos como un fallido valiente, un quijotillo sin su lanza, un sol sin mucho brillo, un héroe de toalla, un pollo sangrante. Aventuras de un jueves en la tarde. Ahora, continúo estando vivo, y si la muerte también estuviese viva, no podría encontrarme porque planeo ser la vida misma, y volar de verdad eventualmente, sin caer al suelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario