miércoles, 9 de octubre de 2013

I

Había dejado mi bicicleta atrás la noche anterior. 

Hoy, mientras la recogía, comenzó la tormenta. Encantado por la vista que el piso trece me daba del concierto de las nubes, se largó a llover, y me apuré en desaparecer a la brevedad. El día engañoso parecía hacerlo todo un poco más triste, aún más triste que las circunstancias que me habían llevado allí en primer lugar. 
Relativamente apurado por la aventura, el trayecto en el ascensor hacia el primer piso cambió lo que comenzaba como leve precipitación a un ridículo diluvio bíblico con la misma rapidez con que bajé. Subí, me puse a pedalear, y casi me mato. Seguí pedaleando y sobreviví. Dí un paseo exageradamente largo y ya estaba empapado. 
La cosa se veía mal, y se avecinaba peor. Camino ya de vuelta a casa, pedaleaba por Club Hípico hacia el sur, y de pronto me sentía muy bien. Estaba vivo. Y fue durante esa tormenta de sensaciones frescas, mojadas y emocionantes que ocurrió algo de lo más curioso. Tuve un pensamiento. Un pensamiento, y un día sábado. Sorprendente. 
Mientras la lluvia se esforzaba en encontrarme un rincón seco, mientras los autos me querían destruir, y mientras los rayos y su sonido iluminaban el camino y estimulaban mis sentidos, me encontré llegando a conclusiones sobre el cómo lo más horrible de la cotidianeidad acaba siendo lo más hermoso de la eternidad. 
Así de vivo estaba: listo para morir.

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