Había dejado
mi bicicleta atrás la noche anterior.
Hoy, mientras la recogía, comenzó la
tormenta. Encantado por la vista que el piso trece me daba del concierto de las
nubes, se largó a llover, y me apuré en desaparecer a la brevedad. El día
engañoso parecía hacerlo todo un poco más triste, aún más triste que las
circunstancias que me habían llevado allí en primer lugar.
Relativamente
apurado por la aventura, el trayecto en el ascensor hacia el primer piso cambió
lo que comenzaba como leve precipitación a un ridículo diluvio bíblico con la
misma rapidez con que bajé. Subí, me puse a pedalear, y casi me mato. Seguí
pedaleando y sobreviví. Dí un paseo exageradamente largo y ya estaba empapado.
La cosa se veía mal, y se avecinaba peor. Camino ya de vuelta a casa, pedaleaba
por Club Hípico hacia el sur, y de pronto me sentía muy bien. Estaba vivo. Y
fue durante esa tormenta de sensaciones frescas, mojadas y emocionantes que
ocurrió algo de lo más curioso. Tuve un pensamiento. Un pensamiento, y un día
sábado. Sorprendente.
Mientras la lluvia se esforzaba en encontrarme un rincón
seco, mientras los autos me querían destruir, y mientras los rayos y su sonido
iluminaban el camino y estimulaban mis sentidos, me encontré llegando a conclusiones
sobre el cómo lo más horrible de la cotidianeidad acaba siendo lo más hermoso
de la eternidad.
Así de vivo estaba: listo para morir.
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