No poseo el recuerdo exacto de lo
que pensaba mientras, como en tantas otras ocasiones, planeaba brevemente por
sobre ese automóvil, en dirección al suelo. Doblando una esquina acompañado de
su padre, su hermano, su tío, nunca me importó, un chicuelo de dos años lo vio
todo. El golpe. El vuelo rasante. Mi caída y su consecuente arrastre. Pero fue
la estancia inmóvil de mi cuerpo enorme, echado en la calle como en una siesta tranquila, lo que debió
propulsar su grito desesperado, su cara de terror, y el consecuente trauma con
el que vivirá el resto de sus días. Nunca se subirá a una bicicleta. Ojalá que
sí. Pero no.
Saliendo raudo de esa inconsciencia bien
consciente, levantéme, recibí ayuda, me enojé, peleé y robé dinero. No sentía
culpa. Es mi derecho enfurecer, a este tipo le voy a cobrar por el resto de las
cercanías con el final de mis días. No sabe español. Mejor para mí será el
resultado. Estas eran las cosas que corrían por mi mente intoxicada de un odio
al mundo que se me hacía irracional con el paso de los minutos. Los llantos del
chicuelo, que me dejaron más herido que mis propias heridas, se habían apagado
ya en la distancia relativa de la otra esquina. Apareció una amiga en la
casualidad. Me aproblemé. Ahí, a la vista de todo el mundo, no quería ser visto
por nadie. Su compañía, gratísima, el breve paseo a la comisaría más cercana,
horripilante, el dolor de los huesos y las historias repetidas y juicios que
veía venir para mañana y otros días de esos en que se cuentan las anécdotas
serias con sonrisas nerviosas se mezclaron en la siguiente conclusión:
necesitaba estar solo.
Hacía un día había comenzado a leer Siddharta. Me
sentía, y aún me siento, atrapado por la solemnidad y sabiduría de esas
palabras escritas y descritas con alma abierta. Y pensaba en el espíritu, en la
necesidad de meditar, en Govinda y en encontrar la paz que anhelaba e hiciera
que aquella maldición que colgaba cual péndulo de reloj eterno entre mi
bicicleta, mi cabeza, mis rodillas, mis brazos y el asfalto cesara de una puta
vez. Todo esto mientras caminaba con una bicicleta rota al hombro, una rueda en
la mano, y sangre en mi brazo, entre niños que se veían sorprendidos de este
pollo herido, que quiso ser valiente, que quiso ser osado, y al cual no le
resultó, y ahora sangraba con cara de desolación, maldiciendo, de momento, su
suerte, su nueva casi muerte.
Camino al bus para volver a casa y descansar de
todo aquel esfuerzo por mantenerme grácil, dócil y vivo, se me acerca una chica
grácil y dócil, con un folleto en la mano. Sonríe como si ella misma engañara a
la muerte. El folleto vende cupos en el cementerio. Quítate de mi camino, le
digo sin hablar, y me convenzo de que la muerte, una vez más, se ríe de mí.
El paso de los minutos, de las horas y del día me
convenció de otras cosas, contrarias todas a lo que pensaba tras el infortunado
accidente. Mi amigo fiel, maestro en bicicletas, debió sentirse, en su burla
poco sutil, a lo menos un poco triste de que este tipo de asuntos, el ser
propenso a la caída, se hiciera algo tan habitual en mí. La Herida está en sus
manos hoy, mañana quizás también.
Otra chica, nerviosa, me quiere destruir. Que me
cuide, dice. Yo quiero acostarme, descansar, dormir. Me busca. Me encuentra. Me
destruye un poco y me vuelve a construir a base de un amor verdadero,
desconocido y sacro para mí. Me lleva a su casa, yo en transporte público,
herido, absorto en Siddharta. Ella, por otros medios. Entramos. Comemos, y
hallo en mí y en ella las ganas, el deseo y la fuerza de hacer un amor furioso,
que contenía el odio contra el mundo y su caos azaroso, y la maravillosidad de
un encuentro eterno y sagrado. Dormimos y soñamos juntos, cada uno de sus
asuntos. De asuntos mutuos hablamos el resto de la tarde, bonita. Hay fotos de
esos momentos, que enmarcaré en bordes de madera, pues en esos ojos cómplices
en su anonimato se esconden un amor, comprensión y brillo más grandes que el
mismo sol que me abrazó por un momento mientras yacía en el suelo, con un grito
de fondo.
Pensé entonces, y sigo haciéndolo, que escogeré
creer que si bien la muerte se rió hoy de mí, al final del día, y de todos esos
días en que se ha reído de mí, soy yo quien a esta hora se ríe de ella. Yo
encontré mi paz, y habré de continuar mis caminos mágicos como un fallido
valiente, un quijotillo sin su lanza, un sol sin mucho brillo, un héroe de
toalla, un pollo sangrante. Aventuras de un jueves en la tarde. Ahora, continúo
estando vivo, y si la muerte también estuviese viva, no podría encontrarme
porque planeo ser la vida misma, y volar de verdad eventualmente, sin caer al
suelo.